martes, 27 de diciembre de 2016

Sobre la jaula de la representación

Los partidos que se encierran en la esfera de la representación política están funcionando, lo sepan o no, a pleno rendimiento dentro del sistema político del Estado capitalista. El capitalismo, como sistema de dominación social opera una doble despolitización de la sociedad: a través del mercado, que se considera autorregulado y ajeno a la política, y a través de la representación, gracias a la cual la política se separa de la sociedad real, con lo cual no tiene incidencia efectiva sobre las relaciones de producción. Recuperar la democracia es ser capaces de producir efectos sobre las relaciones sociales de producción, y eso no se consigue mediante la representación del pueblo o de una clase, sino mediante la activa participación de la gente de ese pueblo o esa clase en los asuntos que afectan a sus vidas. La posición anticapitalista más radical es la que se basa en el desarrollo de una democracia digna de este nombre, pues la democracia es incompatible con el capitalismo, y viceversa.
Obviamente ni el mercado está autorregulado, ni la esfera política es un espacio enteramente autónomo. La "autorregulación" del mercado es la concepción imaginaria resultante de la percepción fetichista de la realidad del intercambio de mercancías como un intercambio "entre" mercancías, en lugar de una relación entre individuos humanos. El mercado generalizado (aquel en el que la fuerza de trabajo y la naturaleza en su conjunto son mercancías) es un efecto constantemente reproducido de unas relaciones sociales de dominación y explotación que el propio mercado invisibiliza. La autonomía de la esfera política es inseparable de la supuesta "autorregulación" del mercado generalizado.
La doble "autonomía" de lo político y lo económico corresponde a una percepción imaginaria (o ideológica) de la realidad, en la que percibimos la realidad tal y como nos afecta, pero no como es. Aquí, la ideología (en términos marxistas) o la imaginación (en términos spinozistas) no es ningún velo que oculte detrás de él una verdad, sino el efecto de una relación en la cual algo me afecta y yo soy afectado. Prueba de ello es que la ideología persiste una vez conocida la verdad. En el ejemplo clásico de Aristóteles, que retoman Descartes y Spinoza, un campesino mira al cielo y ve el sol como una moneda de oro no distante de la tierra; un astrónomo, en cambio, calcula la distancia entre el sol y la tierra y evalúa su volumen, llegando a una idea adecuada de ambos, basada en nociones comunes como las de extensión, longitud, volumen, etc. Sin embargo, tanto el campesino como el astrónomo siguen viendo el sol de la misma manera, esto es como una moneda de oro en el cielo, porque ese efecto lo produce en ellos la relación entre el sol como cuerpo y mi propio cuerpo cuando es afectado por el sol. Del mismo modo, aunque sepamos que el valor es una relación social y no una propiedad de las cosas, seguimos diciendo que una cosa "vale" tanto.

Esto significa que la verdad, el conocimiento adecuado, no elimina la imaginación, sino que la sitúa: el conocimiento adecuado da cuenta a la vez de él mismo y del error que le impedía ser producido. Verum index sui et falsi, decía Spinoza: lo verdadero es mostración de sí mismo y de lo falso. Conociendo las leyes de la física, en nuestro ejemplo, no solo conozco la distancia real entre el sol y mi cuerpo, sino las causas que hacen que yo vea el sol, un cuerpo luminoso que afecta mi retina y mi sistema nervioso, como una moneda de oro. Algo muy semejante es lo que Marx encuentra en el funcionamiento del sistema de una sociedad mercantil, que también determina una relación específica entre la circulación de las mercancías y mi propio cuerpo. Dentro de esa relación, veo las mercancías (que yo produzco e intercambio en un régimen mercantil de división del trabajo) como entidades con vida propia. A diferencia de la percepción imaginaria del sol que obedece a causas físicas, esta última responde a causas sociales y no es en absoluto perenne (otras sociedades no llegaron a conocer el fetichismo mercantil, aunque sí otros tipos de ideología) ni inalterable, pues un cambio de relaciones sociales modificaría esa percepción.

En el feudalismo la exacción del excedente coincide con el ejercicio de un poder social y político: se realizaba fuera de la producción. Una vez producida o recogida la cosecha por el campesino, sin intervención alguna del señor feudal, este le cobraba el tributo a aquél. Es lo que ocurre en todas las sociedades de clase anteriores al capitalismo, en las que la dominación social no solo no se oculta, sino que se utiliza para justificar la explotación. En el capitalismo, en cambio, explotación y dominación social se hacen invisibles merced al funcionamiento del derecho y del mercado, que traducen las relaciones sociales reales en los términos (parciales, truncados, pero no falsos en sí mismos) de un intercambio entre iguales. En tanto que inmersos en un intercambio constante de mercancías, nosotros mismos dejamos de ver nuestras relaciones sociales reales y operamos pasivamente su traducción a términos mercantiles y jurídicos. De este modo no se ve la explotación aunque la haya, ni la dominación de clase aunque también exista, pues tanto la explotación como la dominación quedan invisibilizadas en la relación imaginaria fundamental definida por el derecho y el mercado.

En este contexto,puede afirmarse que la esfera política solo influye sobre la esfera económica cuando la acción política reafirma y reproduce las relaciones de producción/explotación. Solo es efectivo sobre la supuesta "esfera económica" lo que es efectivo en el conjunto de la sociedad. Existe influencia de la esfera política sobre la esfera económica cuando se ejerce, más allá de la representación, una dictadura de clase. En ningún caso, las clases dominantes en el capitalismo se hacen dominantes en y por la esfera política, pero su acción en la esfera política es eficaz en cuanto reafirma su dominación social general y, en particular, las relaciones económicas de explotación. Para los sectores políticos que defienden el orden establecido, cualesquiera sean sus diferencias, la cosa es fácil: como auténticos zapatistas, "mandan obedeciendo", pero obedecen a la patronal, a las grandes empresas, a los poderes financieros.... Del mismo modo, debe afirmarse que la influencia de los sectores políticos contrarios al orden capitalista sobre la realidad solo puede ser efectiva cuando  estos tienen un mandato imperativo de los movimientos sociales, atenuándose así -como en el caso de las clases dominantes- los efectos de la representación. Si la representación queda intacta, la intervención institucional tendrá poco efecto y contribuirá solo a legitimar el propio sistema, que deja participar en él a sus enemigos en condiciones harto restrictivas. Como saben la la burguesía y las demás clases capitalistas, la esfera política solo es decisiva cuando está respaldada por una hegemonía social. 

La democracia no es un engaño: lo que es una ilusión es pensar que una democracia digna de este nombre sea posible dentro de un sistema de dictadura de clase como el capitalismo. La democracia puede y debe tener una base social real, puede y debe ser un régimen en el cual la decisión política de las mayorías sociales determine cambios reales en las relaciones de producción. La democracia ateniense (el gobierno favorable a la mayoría trabajadora, a los ciudadanos artesanos y campesinos, con participación directa y activa de estos), tuvo con Clístenes, efectos amplísimos sobre las relaciones sociales, sobre la distribución de la riqueza, de la tierra, la abolición de las deudas, etc. No era esta, sin duda, una democracia representativa, pues solo conocía o la participación directa o el mandato imperativo. Se dirá que en la Atenas clásica había esclavos, pero el número de estos fue precisamente reduciéndose, como muestra convincentemente Meiskins-Wood, con el ascenso de la democracia. Lo importante es que en la Atenas democrática se podía ser trabajador y miembro activo del cuerpo político que decidía efectivamente sobre la realidad social y económica de la ciudad. La democracia no es otra cosa que el gobierno de la mayoría trabajadora.

Estas reflexiones nos permiten ver, regresando a la actualidad, cuán falsa es la disputa entre los dos sectores de Podemos. Una disputa entre supuestas opciones democráticas y anticapitalistas cuyo único escenario es la representación, y de la que quedan excluidos los supuestamente representados es, además de esteril y grotesca, funcional a la reproducción del sistema. Solo la democracia real cuyas instituciones básicas son la participación efectiva de las mayorías sociales y el mandato imperativo constituye un auténtico desafío al orden de dictadura social existente. El Podemos inicial entendía bien esto, pero el propio funcionamiento del sistema político e ideológico-espectacular redujo a la dirección de Podemos a la impotencia y a la reproducción de la imaginaria autonomía de lo político, que con la autorregulación de la economía sirve de base al dominio de las clases dominantes del capitalismo. Es urgente destruir la jaula de la representación.

miércoles, 14 de diciembre de 2016

Carta (semi)abierta a Pablo e Íñigo








Bruselas, 14 de diciembre de 2016


Queridos Pablo e Íñigo:

Espero que estéis bien los dos ; yo, a pesar de algún pequeño achaque, también bien, gracias. He leído con interés vuestras cartas de los últimos días y me ha alegrado el cambio de estilo respecto de los tuits que os veníais intercambiando, que más que piadas de pájaro parecían dardos. Las cartas que os intercambiáis ahora son testimonio de una vieja amistad que ha atravesado alguna pequeña tormenta política, pero que permanece. Vuestra amistad personal, siendo positiva, no deja de ser un asunto privado, cosa vuestra. Lo importante es otra amistad, una amistad que llamo "amistad política" siguiendo a Aristóteles, para quien los ciudadanos están unidos por una relación basada en la igualdad y en el recíproco interés.

Los integrantes de una comunidad política democrática, y los miembros de un partido político democrático deberían verse unidos por ese tipo de lazo que contrasta a la vez con el lazo individual de la amistad ética y con vínculos políticos basados en la desigualdad o la conveniencia no recíproca como el que une al tirano con su pueblo o al padre con sus hijos. Existe pues esa amistad política que va más allá de la personal; y la característica de esa peculiar amistad es que está basada en la igualdad. Pues bien, las cartas que os intercambiáis y que los demás miramos con simpatía acompañada de una pequeña sonrisa, bastan para consolidar una amistad personal, pero son muy insuficientes para afirmar la necesaria amistad política, entre vosotros y entre cada uno de vosotros y los demás miembros de Podemos.

Faltan, en efecto, en vuestras cartas y en el conjunto del proceso precongresual en que estas se inscriben los elementos de igualdad y de recíproco interés que constituyen una verdadera comunidad basada en la amistad política. Esto es así debido al hecho de que la "máquina de guerra electoral" que construísteis con algún éxito en la asamblea de Vistaalegre, sigue existiendo dentro de Podemos y sirve para enmarcar vuestros debates y condicionar los de todos. La máquina de guerra electoral os sirvió primero, dentro de Podemos, para lograr el control casi completo de la organización por parte de vuestra gente. El primer « cielo » que esa máquina asaltó y conquistó fue la propia organización, con el resultado de que los círculos y demás espacios de participación quedaron exangües al verse prácticamente inútiles, pues la organización, militarizada para esa guerra, había quedado reducida a una cadena de mando que servía de apoyo a un comando electoral central. Lograda la unanimidad formal y la disciplina dentro, el movimiento expansivo de la base de la organización se detuvo y esta se contrajo.

Muchos confiaban en que la máquina electoral conquistase también los cielos exteriores y, con una mayoría parlamentaria y a cargo del gobierno, empezase la transformación radical del régimen, esto es un proceso constituyente. Nada de eso pasó, pues la guerra que se hizo en el plano electoral fue todo menos una "guerra popular", fue más bien un proceso mixto que reunía rasgos de la guerra clásica clausewitziana con elementos de guerra de guerrillas, pero en ningún caso se pensó en una auténtica guerra popular electoral apoyada por un movimiento social expansivo. Por no se sabe qué razón, aunque supongo que por desconfianza hacia la tan mentada "gente", se prefirió este modelo mixto de dos fórmulas autoritarias a la "anomalía salvaje" del primer Podemos.

Se trata ahora de cambiar de táctica y de hacerlo bastante rápido, de cara al congreso que se prevé para febrero. A la vista de los distintos manifiestos que circulan, y cuyo contenido es casi idéntico, puede decirse que existe consenso unánime sobre la necesidad de descentralizar y democratizar Podemos y dar la palabra a la "gente". Esto, sin embargo, no es nada fácil de hacer con la estructura jerárquica hoy existente y con la práctica política interna y externa del Podemos actual. No lo es, porque la participación de la que se creyó poder prescindir durante un largo periodo, resulta ahora imprescindible para la transformación que se persigue, siendo a la vez prácticamente imposible en las estructuras y prácticas actuales.

El problema es que Podemos ha quedado convertido en una organización con estructura oligárquica que ha seguido la no tan fatal "ley de Michels", y en la cual diversas facciones compiten por el voto de las bases, de la misma manera que ocurre fuera, en el marco de eso que "llaman democracia y no lo es". Los partidos, en ese esquema de democracia desligada de la participación popular descrito por Schumpeter se convierten en empresas que compiten por el voto en un mercado. Como cualquier empresa tienen un producto: un programa, una imagen, un líder que configuran un "producto político". Ese tipo de competencia, unido a la estructura oligárquica que, como en cualquier empresa capitalista la acompaña, crea una relación de hostilidad entre los distintos partidos, alejándolos de la búsqueda de un interés común. No es de extrañar que, cuando esta práctica de la política se extiende al interior de la organización, la amistad política entre vosotros peligre, para gozo de los medios de propaganda del régimen, por mucho que subsista la personal. Es más aún: la propia amistad política entre vosotros y el resto de la organización también queda en entredicho, pues la relación de igualdad y de interés recíproco se desvanece en la lejanía que establecen la representación y el mando. Quedan así una relación de competencia por el mando y una relación de mando desigual entre las opciones organizadas que representáis y la gente de la organización, que queda privada de uno de los principales bienes políticos que prometía Podemos: la participación y el empoderamiento político, que brillan hoy por su ausencia.

Acabo ya, recordando que esto tan preocupante en apariencia tiene un fácil remedio: hacer que vuestra profesada amistad se transmute en la necesaria amistad política tanto entre vosotros como con el resto de los integrantes del proyecto. Un Podemos que elige entre ofertas que compiten ferozmente por el voto no decide colectivamente sobre su futuro. Elegir no es decidir: siempre se elige lo que otro te ofrece en competencia con otro más, pero solo se decide un acto propio. La participación política es del orden de la decisión colectiva; su condición de posibilidad y su resultado es la amistad política. El desarme verbal de las facciones hoy enfrentadas -para regocijo de los aparatos de prensa del régimen- y la puesta en marcha de un auténtico proceso de debate democrático y participativo, desvinculado de la opción por uno u otro dirigente nos permitirían llegar a unos textos programáticos y organizativos elaborados entre todos y aceptables por todos, incluidos los que se postulen para representar y aplicar las posiciones expresadas en esos textos.

Espero que hayáis llegado al final de esta carta sin abandonar su lectura a la primera crítica que considerárais inaceptable. Mi propuesta no es novedosa, pues muchos compañeros defienden cosas parecidas, pero intenta sobre todo argumentar la necesidad de recuperar ese bien preciado que es la amistad política y también proponeros dar un disgusto al País o al ABC, que andan últimamente muy sobrados con nosotros.

Un afectuoso abrazo a los dos y a todos los demás,

Juan Domingo Sánchez Estop
Bruselas

jueves, 10 de noviembre de 2016

Llega Trump (una hipótesis marxista sobre el nuevo poder del capital)





Las sociedades en que hoy vivimos son sociedades capitalistas. Una sociedad capitalista es una sociedad de clases. En las sociedades de clases, un sector minoritario de la sociedad se apropia el excedente de la producción material. Por excedente de la producción material se entiende la parte de la riqueza producida que excede de la destinada a cubrir las necesidades de la reproducción de la vida del trabajador y la reproducción de los medios de producción necesarios para ello. En todas las sociedades de clase sin excepción vale el principio del filósofo chino Mencio: "Unos trabajan con sus mentes, otros con sus cuerpos. Los que trabajan con sus mentes gobiernan, los que trabajan con sus cuerpos son gobernados. Los que son gobernados producen alimentos, los que gobiernan son alimentados." Lo que justifica la apropiación del excedente, según Mencio es el hecho de que unos tengan un saber sobre el gobierno y otros carezcan de él. Es la justificación habitual en una sociedad burocrática en la que la clase dominante y el Estado se confunden.

En cualquier caso, sea cual sea esa justificación, la apropiación del excedente requiere también una sanción jurídica, que se traduce en la propiedad del medio de producción, y una cantidad potencial de violencia para hacer valer los derechos asociados a esa propiedad. Un señor feudal puede ser propietario de las tierras que cultiva un labrador, pero para cobrar sus tributos necesita disponer de hombres armados. La apropiación del excedente por la clase dominante depende, en las sociedades de clase no capitalistas, de una relación política de dependencia respecto del soberano o del señor y de una capacidad de violencia armada. La propiedad del medio de producción, sea este la tierra o cualquier otro, es una expresión de la relación de dependencia del trabajador respecto de la clase dominante o de sus miembros particulares. La apropiación del excedente, o, lo que es lo mismo, la explotación del trabajador, se ejerce mediante los dos elementos que determinan la relación política: el derecho que legitima la propiedad de los medios de producción (principalmente la tierra) y la dependencia personal del trabajador y la violencia que crea y reproduce las condiciones sociales de funcionamiento del derecho.

En las sociedades de clase no capitalistas, las relaciones de clase y de explotación no solo son visibles sino que están abiertamente justificadas por la ideología y el derecho. Un señor explota a los campesinos que trabajan sus tierras porque ejerce sobre ellos una dominación política abierta y jurídicamente legal y legítima. Por otro lado, en este tipo de sociedades, el propietario de los medios de producción no es quien los controla durante su uso productivo. Un campesino en régimen feudal controla autónomamente el proceso productivo sin interferencia del señor-propietario de la tierra. Este último solo interviene para apropiarse del excedente ya producido, y lo hace desde fuera del proceso de producción.

En el capitalismo, según demuestra Marx en el primer libro del Capital, la explotación es inseparable del proceso de producción, por lo que no tiene directamente que ver con una relación de dominación política. El trabajador produce en una misma jornada de trabajo, y de manera indistinguible, la parte de riqueza necesaria para la reproducción de su vida (de su capacidad de trabajar) y el excedente que se apropia el propietario de los medios de producción. Este propietario, el capitalista, controla el proceso de producción en su conjunto y combina en él la fuerza de trabajo (la capacidad de trabajar de los individuos humanos) con maquinarias y materias primas, a fin de producir mercancías. Durante este proceso domina el cuerpo y la potencia del trabajador al menos temporalmente sin que exista una dependencia política del trabajador respecto del propietario de los medios de producción. La apropiación del excedente como tal se hace invisible, pues el patrón paga al trabajador por su "trabajo" lo estipulado en el contrato y se apropia como beneficio neto el valor de la parte de la producción que no se convierte en salario, en amortización de los medios de producción, pago de materias primas o reinversión. La dominación política y social ejercida sobre el trabajador por la clase propietaria no es menos invisible que la propia explotación.

La dominación política no es, en el capitalismo, condición explícita de la explotación. Esto permite al capitalismo dividir la actividad social en dos grandes esferas: una esfera económica que se considera autónoma y autorregulada, idealmente sin interferencias políticas, y una esfera política también autónoma en la que no tienen en principio ningún papel las desigualdades económicas. Las clases resultan así invisibles y el liberalismo se ha jactado históricamente de haber constituido una sociedad sin clases, en contraste con la sociedad feudal que se caracterizaba por la institucionalización jurídica y la legitimación ideológica de estas. Esta separación de la política y de la economía no se basa, sin embargo, en la desaparición de la desigualdad social, sino en su invisibilización por medio del derecho y la ideología.

En el capitalismo, como en toda sociedad de clases, existe una relación directa entre explotación y dominación, pero el hecho de que la explotación tenga lugar dentro del propio proceso de trabajo, en la esfera de la economía, no permite verla. Esta relación entre dominación y explotación es invisible porque se da a dos niveles no perceptibles, no formalizados por el derecho ni la ideología, no presentes en la conciencia de los sujetos: en la microfísica de los procesos productivos, en la disciplina de la fábrica o de otros espacios de producción (hoy confundidos en muchos casos con los propios espacios de vida) o en la macrofísica de la dominación política global de la clase o las clases dominantes unificadas en el Estado. Ambas dimensiones, invisibles en el espacio intermedio que representan el derecho y el mercado funcionan al margen de estos y constituyen, en términos de Marx, formas de despotismo (despotismo de fábrica) o de dictadura (dictadura de clase).

La invisibilidad de la explotación y la dominación no impide que el trabajador, aun sin conciencia de ellas, sienta en su propio cuerpo la eficacia de aquellas. Dentro del marco de la libertad jurídica y de mercado, todo trabajador siente de un modo un otro la sumisión y el desgaste físico y mental que implica un régimen de explotación. Por mucho que la sumisión a un régimen de trabajo organizado por un patrón se vea como algo normal y no como una "esclavitud salarial", la resistencia a la explotación se manifiesta como mínimo, y aun de manera inconsciente, como rechazo, como aburrimiento, pereza, sabotaje, como resiliencia del material, del cuerpo. El neoliberalismo, al intensificar la explotación y al extender el espacio del trabajo al conjunto de las actividades de la vida, no ha eliminado ni ese oscuro sentimiento de sumisión, ni las pasiones tristes que lo constituyen, ni las resistencias que a él oponen los individuos individual o colectivamente. Hay clases y hay lucha de clases, por mucho que estas resulten invisibles al ojo desnudo y sea necesario el microscopio y el telescopio del materialismo histórico para sacarlas a la luz. Esto no quiere decir que las clases sean sujetos con intereses propios perfectamente definidos, ni que tengan un programa político de manera espontánea o por su propia esencia. Esto es tan así, que la resistencia a la dominación del capital resulta incluso dentro de ciertos límites, funcional al propio desarrollo capitalista. Sin lucha de clases no habría habido gran industria, ni maquinismo, ni organización racional del trabajo, ni informática, ni revolución de las comunicaciones. Todas estas innovaciones responden a la necesidad por parte del capital de mantener la sumisión del trabajador, ya sea como disciplina de su cuerpo (en las fases del capitalismo industrial que culminan con el fordismo) o como control de la vida y de las formas de vida (en el actual capitalismo postfordista).

También en lo político, que en el capitalismo se presenta como una esfera autónoma, la dictadura de clase de la burguesía y otras clases capitalistas exige la movilización por parte de la minoría dominante de sectores amplios de las mayorías sociales, en concreto de los sectores explotados. Como recuerda Althusser, la clase dominante  por su exigüidad social, jamás ha podido ejercer su dominación sola, y ha tenido siempre que reclutar en el marco de su acción política a sectores dominados. Esto no significa solo que la clase dominante unificada en su Estado genere obediencia en el conjunto de la sociedad, sino que moviliza activamente para su(s) partido(s) a masas procedentes de categorías explotadas y dominadas. El algunos casos, esta movilización se ha combinado con formas de negociación social como el el New Deal rooseveltiano o las políticas keynesianas, ordoliberales y socialdemócratas de la Europa de la posguerra de la IIa Guerra Mundial. En otros, la negociación no ha existido como tal, y se ha traducido en una oferta de protección unilateral por una dirección autoritaria, como en el caso de los fascismos.

La victoria con un fuerte apoyo de sectores populares y obreros de Donald Trump, un empresario multimillonario, racista, xenófobo, machista y socialmente reaccionario en las últimas elecciones presidenciales norteamericanas no es en este contexto ninguna sorpresa. Tampoco lo es el hecho de que haya cosechado amplios apoyos en sectores de la clase obrera y la pequeña burguesía blanca. Ante la imposibilidad en que se ve hoy el mando capitalista neoliberal, cuya personificación en la última elección norteamericana era la candidata Hilary Clinton, de ofrecer ningún tipo de negociación social real a los sectores populares golpeados por el sistema neoliberal de pillaje financiero, Donald Trump pudo presentarse como el candidato de la resistencia a la globalización, con un programa basado en el rechazo al libre comercio y la constitución de una solidaridad ideológica entre sectores populares y oligárquicos en torno a la defensa de una supuesta nación blanca norteamericana. El rechazo a los inmigrantes y al libre comercio se presenta en el programa de Trump como la expresión más general del rechazo al cosmopolitismo de las élites globalizadas. De manera semejante, Ford, el gran empresario del sector del automóvil, admirado por Hitler asociaba en los años 30 en un odio común antisemita y anticosmopolita al judío bolchevique que pervierte a la clase obrera, entre la que se contaban también numerosos judíos pobres, y a la élite financiera representada por una oligarquía judía simbólicamente asociada al nombre de Rotschild. Ford podía, sin embargo, ofrecer algo: un empleo estable y un salario decente a cambio de la obediencia de los trabajadores a su mando despótico. Ford, con todo, no ocupó cargos políticos y respetó la separación entre política y economía que constituye un pilar del régimen capitalista. Esto podía ser así, en la medida en que la economía era una actividad limitada: la producción material y la especulación financiera tenían tiempos, lugares y agentes precisos, se encontraba territorializada en espacios como el mercado nacional, la fábrica o los centros financieros. Existían esferas de la vida que nada tenían que ver con la producción de riqueza. Este modelo perduró hasta los años 70, en los que entró en crisis, al no poder ya contener las demandas de salario y derechos de los trabajadores. De hecho, un amplio sector de los trabajadores protagonizó en los grandes centros capitalistas revueltas contra la fábrica y su disciplina que convergieron con revueltas estudiantiles y de sectores de las clases medias.

El neoliberalismo cambió enteramente esta situación. Para salvar el beneficio capitalista destruyó el pacto fordista haciendo de cada trabajador un agente económico supuestamente libre, un empresario. La relación del trabajador con el capital ya no era una relación de negociación colectiva como en el New Deal rooseveltiano o el fordismo, sino una relación estrictamente mercantil en la que el trabajador es solamente un agente del mercado que se somete a las condiciones del mercado. Los derechos laborales y sociales se desvanecen y el propio Estado que elevó el convenio colectivo al rango de ley, solo ampara ya formas de contractualidad individual. Esto no tardó en producir una redistribución hacia arriba de la riqueza al modificarse en favor del beneficio empresarial, y sobre todo de la renta financiera, la relación entre rentas salariales y rentas del capital.

Por otra parte, el trabajador-empresario de sí mismo y cada vez más carente de derechos, ve el conjunto de su vida transformado en tiempo y espacio de trabajo. No solo se disuelven los límites de la jornada de trabajo, sino que toda actividad, sea esta de consumo, ocio o descanso se convierte en una fuente potencial de beneficios. Los datos intercambiados a través de las redes de comunicación, así como cualquier otra actividad social pública, privada o incluso íntima, se hacen unidades de valor objeto de apropiación y comercio por las empresas. Con todo, la resistencia de los trabajadores convertidos ahora en una multitud puesta a trabajar por el capital, no desapareció. De hecho, la exigencia de derechos  y prestaciones sociales y el deseo de acceder al consumo, condiciones indispensables para el funcionamiento del capitalismo se vieron satisfechas de la única manera posible y deseable para el capital finaciero: mediante la deuda. La crisis de la deuda que se declaró en 2008 y que aún sigue produciendo efectos puso término a esa válvula de escape. Se acabó el crédito fácil y con él el acceso al consumo de numerosos bienes para importantes sectores de la sociedad. La consecuencia más inmediata de ello fue una crisis del sistema de representación política. Dejó de ser posible mantener la ilusión de que la deuda era una realidad meramente económica y que el poder de la finanza no era político, sobre todo cuando la respuesta de los Estados a la crisis fue un salvamento masivo de los bancos y las entidades financieras. La ilusión de un Estado liberal que deja hacer a los agentes económicos de modo que la propia creación de riqueza financiera para unos pocos tuviese efectos positivos (por goteo, trickle down) sobre la gran masa de la población, se transformó en la evidencia de un poder de clase que imponía a la población el pago de una deuda pública y privada que no había elegido o no había podido no elegir.

Ese rostro feo del poder político neoliberal es el que se ha venido mostrando en los casi diez años de crisis que el sistema viene arrastrando. El poder se ha convertido directamente en agente de cobro de los acreedores financieros y, por consiguiente, de extorsión directa del excedente. En cierto modo, el capitalismo neoliberal ha regresado a formas de explotación extraeconómicas propias de los regímenes precapitalistas. Esto produjo una crisis brutal de la representación: ya es imposible fingir que existe por un lado la economía y por otro la política. La economía es directamente política y la política funciona desde las clases dominantes y su Estado como forma directa de la explotación. Naturalmente, una situación así, de poder visible y descarnado ha erosionado la ilusión democrática en dos sentidos: por un lado ha erosionado la ilusión, mostrando la profunda incompatibilidad entre democracia y capitalismo, pero, por otro, ha erosionado la propia democracia, convirtiéndola en objeto de rechazo para amplias categorías sociales que solo ven en ella la forma de su explotación. La alternativa que hoy se plantea es clara: o bien una democracia que tienda a desplegarse contra el orden capitalista y su Estado; o bien un Estado capitalista fuertemente personalizado en patrones-soberanos como Trump o Berlusconi, que imponen el mando capitalista de una forma mafiosa, a la vez brutal y proteccionista, que intercambian obediencia por protección, en un Corleone global El capitalismo, tras un largo periodo en el que pudo jugar a la autonomía de lo político y la correlativa autonomía de lo económico, vuelve a enseñar su naturaleza, que a pesar del disimulo, nunca estuvo ausente, de régimen de dominación política de clase y de explotación. Personajes como Trump o Marine Le Pen son la cara del nuevo régimen político del capital.


domingo, 6 de noviembre de 2016

Apuntes sobre un artículo de Rendueles a propósito de Althusser y Thompson






Rápidos apuntes de lectura sobre el artículo de César Rendueles "Teoría social y experiencia histórica. La polémica entre E.P. Thompson y Louis Althusser".
(Agradezco a Jorge Moruno el haberme dado a conocer el artículo)

"Unde pro certo statuerunt Deorum judicia humanum captum longissime superare : quae sane unica fuisset causa ut veritas humanum genus in aeternum lateret nisi mathesis, quae non circa fines sed tantum circa figurarum essentias et proprietates versatur, aliam veritatis normam hominibus ostendisset et praeter mathesin aliae etiam adsignari possunt causae (quas hic enumerare supervacaneum est) a quibus fieri potuit ut homines communia haec praejudicia animadverterent et in veram rerum cognitionem ducerentur." Spinoza, Éthica, I, Appendix)
(Y de ahí que afirmasen como cosa cierta que los juicios de los dioses superaban con mucho la capacidad humana, afirmación que habría sido, sin duda, la única causa de que la verdad permaneciese eternamente oculta para el género humano, si la Matemática, que versa no sobre los fines, sino sólo sobre las esencias y propiedades de las figuras, no hubiese mostrado a los hombres otra norma de verdad; y, además de la Matemática, pueden también señalarse otras causas (cuya enumeración es aquí superflua) responsables de que los hombres se diesen cuenta de estos vulgares prejuicios y se orientasen hacia el verdadero conocimiento de las cosas.)

Leído el artículo de Rendueles, me resulta sumamente estimulante. Incide en las mismas tesis desarrolladas posteriormente en En bruto, su reciente librito en defensa del materialismo histórico. Sobre todo en la idea de que la historia correspondería a un tipo de conocimiento hipotético y pragmático sin posibilidad alguna de transformarse en ciencia (un saber dialéctico, en el sentido de Aristóteles).
A esto se puede replicar que:
1) según Althusser, existe una posibilidad de explicación de la constitución, la permanencia y la transformación de las formaciones sociales como hechos del pasado, desde el punto de vista del materialismo histórico basada en la estructura y las condiciones materiales de existencia de una formación social, una ciencia como saber del pasado,
2) esa perspectiva del pasado no coincide -según reconoce Althusser- con la perspectiva del presente y del futuro, aquella en la que nos encontramos los individuos humanos, no como sujetos "de" la historia, sino como sujetos o agentes "en" la historia. Esta diferencia, fundamental en Althusser, que echa sus raíces en Lenin, Spinoza y Maquiavelo es completamente ignorada por Rendueles, como lo fuera antes por Thompson.

En cuanto a la "cientificidad" del materialismo histórico, no creo que deba apreciarse desde un punto de vista estrictamente positivista. La revisión del positivismo operada por Ilya Prigogine e Isabelle Stengers en La nueva alianza es aquí de gran utilidad, pues exhibe la necesidad -en la ciencia "dura" post-relativista- de tener en cuenta la acción del observador y sus fuertes efectos de perturbación de la situación experimental. En este aspecto, se daría una nueva alianza entre la "ciencia dura" y las "ciencias sociales". Es algo que puede directamente asociarse con la posición del agente político en la historia del presente tal y como la contempla Althusser. En la historia del presente, hay que hacer un cierto vacío (el de "una distancia que se toma", le vide d'une distance prise en términos de Althusser) para pensar la propia acción más allá del determinismo de una historia del pasado. Ese vacío es sencillamente la afirmación del carácter precario y sobredeterminado (precario porque sobredeterminado) de todo orden social, algo que es particularmente visible en la coyuntura (el kairos, el momento de actuar), pero que es característica permanente de todo orden desde un punto de vista materialista.
Decía Spinoza -olímpicamente ignorado por Rendueles cuando habla del spinozista Althusser- que no habríamos salido del laberinto de la imaginación que nos hace ver sujetos y fines en la naturaleza, si no fuera por las matemáticas y algunas "otras causas" que nos hacen contemplar las esencias y no los fines. Las matemáticas tienen la gran virtud de traducir toda realidad a los términos de una implícita ontología de la relación, pues toda noción matemática es relativa y relacional. Sin embargo, también salimos de la imaginación mediante la contemplación de las distintas formas de sobredeterminación, particularmente visibles en las coyunturas en que entra en crisis un todo social, y que se hacen visibles por nuestra acción en y sobre ellas. La sobredeterminación permite una apertura sobre una lógica de lo aleatorio que Althusser no dejó nunca de explorar a lo largo de su vida filosófica y que no solo caracteriza sus últimas obras.
Rendueles echa de menos en Marx esa garantía contra la teleología que brinda por ejemplo la teroría darwinista de la evolución. Ignora que esa garantía es muy relativa y que el darwinismo social es la prueba tangible de que es necesaria una defensa filosófica de la posición de Darwin frente a la desnaturalización de sus tesis. La misma fragilidad tiene la tópica marxiana y la misma necesidad de una defensa filosófica de la ruptura con el sentido común teleológico de la que es instrumento, máquina de guerra. También la tópica marxiana ha sido objeto de una lectura evolucionista y ha servido de base a una ideología economicista. Sin embargo, correctamente interpretada, defendiendo su virtud materialista como dispositivo no determinista sino de rigurosa sobredeterminación (relacionalidad que afecta incluso o sobre todo a la "base"), la tópica de Marx, que Althusser compara a la de Freud, y en textos inéditos abiertamente a la de Spinoza, es un baluarte muy sólido contra las interpretaciones teleológicas e ideológicas de la historia.

sábado, 29 de octubre de 2016

El mal de la banalidad






1. El proceso contra Eichmann en Jerusalén constituye, gracias en gran medida a la crónica que de él hiciera Hannah Arendt, una de las principales experiencias morales de nuestro tiempo. Adolf Eichmann era uno de los principales responsables de la solución final nazi. Logró escapar a la Argentina con ayuda de algunas redes católicas, pero fue localizado por agentes israelíes, secuestrado y juzgado en Israel por sus crímenes. Según relata Hannah Arendt, Eichmann no tenía nada de monstruoso. Era un señor normal que cumplía las órdenes que le daban. Cuando el fiscal le preguntó si hubiera salvado a algún judío, le contestó que sí lo hubiera hecho... « si se lo hubiesen ordenado ». Eichmann era un perfecto funcionario dentro de un sistema basado en la obediencia y no podía concebir ninguna conducta que se apartara de la obediencia a las órdenes y al orden. Su tarea específica consistía en deportar a millones de personas conduciéndolas a la muerte industrial. Heidegger, en una de sus muy escasas declaraciones sobre los crímenes nazis, comentaba a propósito de Auschwitz que el sistema de exterminio nazi era comparable a la « agricultura industrial ». La actuación de Eichmann fue la de un funcionario cualquiera, que podía haber gestionado cualquier otro tipo de tarea y que igual que organizó un exterminio, podía haberse encargado de la logística de un colegio o de una colonia de vacaciones. El mal, el crimen masivo, no se nos presenta, al menos en sus agentes, como nada monstruoso, sino como algo banal. De ahí que Hannah Arendt, afirmase que la principal lección que había que extraer del juicio de Eichmann era la « banalidad del mal ».

2. Todo esto nos informa poco sobre el contenido del mal. Ciertamente, el mal puede ser banal. Suele serlo incluso, pero no sabemos por ello en qué consiste. Afirma Spinoza que el mal no es algo objetivo, que solo es una proyección de nuestra imaginación, de nuestras pasiones tristes. Para Spinoza no existe el mal, solo existe lo « malo »: las acciones y acontecimientos concretos que generan y promueven la tristeza y la impotencia entre los hombres, sin que quepa ningún tipo de generalización. La tristeza y la impotencia pueden, con todo, formar parte de un enganaje pasional que las aumenta y que las difunde como una auténtica enfermedad. Pueden convertirse en un régimen pasional. La visión de trenes cargados de seres humanos deportados o autobuses con inmigrantes destinados a ser ingresados en centros cerrados, o prófugos de matanzas que se ahogan en el mar intentando llegar a un lugar seguro, o familias pobres expulsadas de sus casas, o jóvenes sin ningún porvenir, o bombardeos televisados, forma parte de la experiencia común desde hace un siglo en los países europeos. Son estas experiencias el reverso tenebroso de la relativa tranquilidad de los países ricos. Forman parte de un mecanismo que constituye una cotidianidad. Las observamos a través de los medios de comunicación, las comentamos a través de las redes sociales, dentro de una burbuja que nos inmuniza fente a su realidad. Seguimos en lo cotidiano viviendo como si nada pasara, atento cada uno a su tarea diaria. Como Eichmann, como todo el mundo.

3. ¿Y si el contenido del mal no fuese otra cosa que esa misma banalidad ? ¿Y si, junto a la innegable banalidad del mal no hubiese que afirmar como el verdadero contenido de todo mal « el mal de la banalidad »? ¿Que el mal consiste sobre todo en la banalidad ? Sin más estruendo ni espectacularidad. La banalidad nos aleja del pensamiento y de cualquier posición ética. Nos aleja de la distancia necesaria para comprender que se puede vivir de otra manera, que el orden actualmente vigente no es el único posible y que la afirmación de que solo cabe perseverar en él es el más cruel de los engańos y la fuente más abundante de tristeza e impotencia. No es casual que los defensores del orden existente desprecien la democracia y a la filosofía. Para gobernar algo que se presenta como un orden natural, casi mineral, basta leer a diario la prensa deportiva y estar atento a las órdenes de quienes mandan en nuestras sociedades.

4. El mal de la banalidad se expresa en solidaridades negativas, en la idea de que la desgracia que golpea a otros ante mis ojos es algo que no me puede ocurrir a mí, y que si a alguien le ocurre es porque algo habrá hecho. El mal de la banalidad se traduce en la buena conciencia de los buenos, de la gente que hace su deber sin meterse con nadie, del que incluso convierte la política en "trabajo". El mal de la banalidad suele refugiarse en la idea de que existe un otro malvado, e incluso monstruoso, lo que permite a las « buenas personas » ser ajenas al mal y a sus mecanismos. El propio nazismo justitficaba su buena conciencia mortífera por una supuesta « conspiración judía », los imperialistas británicos mataban a millones de bengalíes de hambre para luchar contra el nazismo, Israel utiliza una versión oportunista y blasfema de la memoria del Holocausto para ocultar la conversión de Palestina en un archipiélago de guetos, haciendo del palestino el nuevo "nazi". El "terrorismo" se utiliza hoy para cercenar las libertades y para bombardear países. El mal de la banalidad necesita proclamar la existencia de un mal absoluto y excepcional y radicalmente exterior para seguir adelante sus propios procesos de opresión y hasta de exterminio.

5. El mal de la banalidad no es el privilegio de los totalitarismos, sino que habita entre nosotros, en nuestras democracias. Habla en las tribunas de nuestros parlamentos. Anteayer mismo lo hacía en el Congreso de los Diputados español. Proclama que todo está bien y que hay que seguir por el camino que nos indica el « sentido común », que hay que seguir trabajando y ya se cosecharán frutos, por mucho que ello suponga un auténtico desastre social, ético, cultural, medioambiental, por mucho que suponga la perpetuación de la violencia social más extrema en nuestros territorios de países ricos y la guerra abierta en numerosos espacios exteriores. Proclama que « hay que trabajar » y hay que esforzarse cuando no hay trabajo o este está cada vez más miserablemente remunerado, proclama que hay que pagar una deuda ilegítima e impagable y, a la vez, que hay que compensar con fondos públicos las pérdidas de los bancos, para evitar males peores. El mal existente hoy es un "mal menor", un mal banal. La idea del mal menor no es un mero artificio retórico para justificar la realidad, sino un recurso fundamental para quien defiende lo existente, pues no deja posibilidad alguna al deseo de expresarse, de afirmar frente a lo que hay la posibilidad de otra cosa.

6.  Concluyamos. El mal no es algo excepcional y monstruoso, sino algo a nuestro alcance, algo que constituye lo más íntimo de esa aburrida reiteración de lo mismo que es la vida cotidiana. El mal es por excelencia el mal de la banalidad. Y Mariano Rajoy es su profeta.

miércoles, 14 de septiembre de 2016

Sobre sentido y verdad

Intento de traducción de un post anterior escrito en lengua de germanía filosófica
Este es el post original: "Toda demanda de sentido se basa en una ignorancia. El sentido es un saber revelado (de auditu) por un sujeto que sabe a otro sujeto que no sabe. Detrás de todo sentido hay un no-saber y la suposición de un saber a otro: una trascendencia, una obediencia también. Verdad y sentido son, en cierto modo, opuestos, pues el proceso de la verdad solo puede ser inmanente, productividad de la propia verdad que siempre ya constituye la esencia de nuestra mente. En la ciencia spinozista hay trabajo, producción, individual y a la vez transindividual, pero no revelación ni sumisión a un sujeto que sabe." Y aquí está el intento de "descompresión":


Solemos preguntarnos por el sentido de las cosas, el sentido de la vida, etc. Esta pregunta no es inocente. Decir que una cosa tiene un sentido es sostener que en ella existe una verdad que se me puede revelar, que conocer es algo así como leer un texto que está escrito en las cosas, en el mundo. Galileo hablaba del "Gran libro del mundo" que, para él estaba escrito en caracteres matemáticos. Considerar que existe este texto, esta escritura del mundo es suponer: 1) que las cosas están para que los humanos las conozcamos, 2) que un sujeto ha escrito el texto presente en las cosas del mundo. Así, el conocimiento se nos presenta como una revelación, como la lectura de una escritura difícil, de un jeroglífico por los cuales un Otro nos hace conocer la realidad.
Frente a esta posición, cuyos supuestos de partida son imaginarios, pues parten de la idea de que el mundo es un conjunto de cosas puestas a mi servicio, para que yo las coma, las beba o...las conozca, existe otra posibilidad de concebir el proceso de conocimiento. Esta consiste en verlo como una producción y no como una revelación.
Cuando considero el conocimiento como una producción, lo asocio a un trabajo de transformación de mis representaciones, un trabajo de rectificación de concepciones imaginarias basado -nos dice Spinoza- en el descubrimiento de "nociones comunes" en nosotros mismos. Estas nociones comunes -a diferencia de las imaginarias- no tienen que ver con mi supuesta utilidad o mis fines, sino con la realidad común a mi propio cuerpo y los cuerpos exteriores. Por mucho que vea el sol como una moneda de oro en el cielo situada a una distancia no muy grande de mí, en cuanto tengo una noción de la distancia puedo medirla con los instrumentos adecuados y descubrir el verdadero del sol y su distancia respecto a mí. Esto es el resultado de un trabajo sobre elementos de los que ya disponía, pues en la imagen del sol como moneda de oro no muy distante estaba ya una noción común de distancia y extensión que hace posible la medición y la rectificación de mi error inicial, aunque no de mi percepción, que seguirá siendo la misma. Aún después de Copérnico, seguimos diciendo que el sol se levanta por la mañana y que se pone al atardecer, aunque sepamos que el centro de nuestros sistema no es la tierra sino el sol.
De esta manera, mi conocimiento y el de los demás individuos que interactúan, cooperan y dialogan conmigo será una producción y no ya una revelación. La ciencia es según esto un trabajo que necesita una materia prima, unos instrumentos y unos conocimientos de base para realizarse y que se suele ver beneficiado por la cooperación con otros individuos. Es así lo contrario de una revelación, pues no exige de mí fe ni obediencia sino despliegue de mi propia capacidad de conocer individual y compartida. Esto tiene la gran ventaja de hacerme salir del oscurantismo de la revelación y de sus consecuencias éticas y políticas de sumisión al sujeto que nos hace la gracia de revelarnos la verdad.
De esta manera, sentido y verdad se oponen y se excluyen, como lo hacen la imaginación y las verdades científicas. Algo que "tiene" sentido no puede ser el resultado de un proceso de producción de conocimientos sino de una supuesta lectura a libro abierto de la realidad. Una verdad científica, por el contrario, no pretende "leer" la realidad, apropiarse de la verdad que está en las cosas, sino producir un discurso verdadero -aunque siempre incompleto y provisional- que nos permita comprenderlas.
José Luis Yela Lana Turner: Ahí tenéis un intento de "traducción" de mi post anterior. Espero que se entienda mejor. Muchas veces la filosofía no se entiende, no porque se exprese en términos oscuros, sino porque plantea problemas que no vemos siquiera como problemas. Aquí he intentado mostrar dónde está el problema que se encierra detrás de una concepción común del conocimiento como capatación de un sentido ya dado.

Más allá del temor y la esperanza, Podremos.

1. Hay una duda que es búsqueda y que sirve de base a toda actitud científica, en la cual la oposición ilusión-verdad es la única guía posible sin que el resultado sea nunca definitivo. Frente a una duda que es escéptica o cínica respecto de la posibilidad de la verdad, existe una duda basada en la idea verdadera como potencia del entendimiento, una duda que hace trabajar la verdad contra la ilusión y la ideología. El trabajo de la razón constituye, sin embargo, una labor infinita en la medida en que la razón no existe desprendida del hecho de que el cuerpo del individuo que razona es una cuerpo necesariamente afectado por el mundo exterior -los otros cuerpos- y sometido a afectos, esto es a aumento, disminuciones y variaciones de la capacidad de actuar y, por consiguiente, en esa práctica específica que es el pensamiento, de pensar. Toda ciencia surge de la ilusión y de la ideología y se desprende de ella mediante lo que Althusser denomina un "corte epistemológico", corte que no es instantáneo e irreversible sino un proceso permanente inscrito en una correlación de fuerzas.

2. La relación del saber con las demás prácticas, y en concreto con la práctica política, es compleja: la práctica política no puede dirigirse a los hombres como dbieran ser sino a los hombres tal y como son realmente. Una práctica política de dominación se vale de los afectos, pero privilegia aquellos que reducen la potencia propia de los individuos, las pasiones tristes. La dominación tiende a favorecer las dinámicas basadas en la heteronomía: en el temor y la esperanza, pues tiene en su poder a alguien quien es capaz de suscitar en este temor y esperanza. De este modo, la dominación perenniza la ignorancia, pues temor y esperanza siempre se refieren a un acontecimiento cuyas causas desconocemos o vemos como fuera de nuestro alcance. Temor y esperanza se inscriben así en un espacio de trascendencia del poder. Quien reza a un Dios o emite "demandas" (Laclau) a un soberano espera y teme a la vez pues el resultado de su rezo o su demanda no depende de él. La causa que determinará eventualmente que su deseo se realice o se evite el acontecimiento que causa su temor la sitúa en un otro enteramente ajeno y enteramente libre de actuar. La lógica de la soberanía se basa en la creación y la reproducción de dinámicas de temor y esperanza, en la amenaza de palos y la promesa de zanahorias, o, por tomar los términos mafiosos de Hobbes, en un intercambio de "obediencia por seguridad".

3. Una política que pretenda superar la lógica de la dominación debe necesariamente asumir una paradoja: por un lado debe perseguir la liberación de los individuos, esto es que estos puedan actuar de manera libre y racional, pero por otro, debe asumir el hecho históricamente consolidado de que los individuos están siempre ya encadenados en relaciones de dominación con su cortejo de representaciones imaginarias de un poder trascendente. Es necesaria por consiguiente una "epistemología de la liberación", asumir la necesidad de un "corte epistemológico" permanente que desplace las lindes entre ilusión y verdad. Para ello es indispensable salir de la trascendencia, de la idea de un soberano al que, como a un Dios, se le dirigen demandas y desplegar una dinámica de potenciación, de empoderamiento de los individuos. Esta potenciación solo puede resultar de los encuentros y articulaciones propios a la multitud, situarse en un plano rigurosamente horizontal: negar que el soberano hace el mundo y afirmar que el mundo es el resultado de procesos de cooperación internos a la multitud. En esto, democracia y auto-ilustración de la multitud son enteramente inseparables.

4. Un partido es necesariamente una parte del aparato de Estado político del Estado capitalista. El Estado capitalista es una formación imaginaria que se nos presenta como un poder separado capaz de generar cohesión social, pero que, en "la realidad efectiva de la cosa" (Maquiavelo) es fundamentalmente la maquinaria de unificación política por la que ejercen su dictadura de clase las clases capitalistas. El Estado, al presentarse como portador del interés general, invisibiliza dos características de las sociedades capitalistas indisociables de su carácter de sociedades de clase: 1) la explotación económica, 2) la dominación política, que en todas las demás sociedades de clases eran perfectamente visibles y se legitimaban como aspectos de un mismo todo social. El capitalismo solo puede explotar a los trabajadores separando imaginariamente la esfera de la economía respecto de la esfera política, contraponiendo "sociedad civil" y Estado. Solo hay dictadura de clase en nombre del interés general, pero también, toda alusión al interés general apunta a una dictadura de clase.

5. Los partidos son en este contexto "micro-Estados" que compiten entre sí por determinar los contenidos de la "interés general". El Estado representa y unifica imaginariamente una sociedad dividida. Decimos que lo hace imaginariamente porque el Estado se basa en la representación y toda representación es imaginaria por definición, en cuanto nos da como presente lo que está ausente: la representación es presencia de una ausencia( Carl Schmitt). Un partido pretende ejercer esta representación -generar esa ausencia de lo representado- desde un punto de vista particular. Tanto el Estado como los micro-Estados que son los partidos son órganos de captura de la potencia productiva y de la capacidad de organización política de la multitud. El problema de una organización que aspire a la liberación de la multitud, a una democracia real, es que tiene que intervenir en la esfera de la representación con la finalidad exclusiva de superar las dinámicas imaginarias, tristes y pasivas que la propia representación supone. Esto requiere que la organización en cuestión se comporte como un "partido-no partido", como un factor de fomento de la autoorganización y la cooperación política -y material- y a la vez como un instrumento de esta misma autoorganización que bloquee las funciones de reproducción social del Estado capitalista. Debe ser a la vez una máquina de representación y un instrumento de liquidación de la representación. Si no se satisface esta última condición, todo partido, por nuevo que pretenda ser, terminará integrado en la maquinaria de Estado y contribuirá a una reproducción general de las relaciones de producción y de dominación política vigentes, independientemente de lo que pretendan estar haciendo sus dirigentes o sus demás miembros.